"Lecter enviaba catálogos de las exposiciones más interesantes a su primo, el genial pintor Balthus, que vivía en Francia": esta frase, que forma parte de la novela Hannibal de Thomas Harris, demuestra la mala fama que arrastra desde hace muchos años Balthasar Kłossowski de Rola, Balthus, a quien el autor de El silencio de los corderos vincula con el temible gastrónomo caníbal que protagoniza sus novelas.
Gran parte de esta pésima reputación se debe a que Balthus solía pintar a jovencitas preadolescentes en posturas de una innegable tensión erótica. Esto escandalizó a la sociedad biempensante de su tiempo. Y, aunque por razones distintas, sigue escandalizando ahora. A pesar de ello, gran parte de la comunidad artística mundial se ha dejado seducir por el inclasificable estilo figurativo de Balthus, y a la postre lo ha encumbrado como uno de los grandes maestros del arte del siglo XX. Como dijo el cineasta Win Wenders, “Balthus no era surrealista ni realista, ni perteneció a ningún otro ismo. Sus cuadros son radicalmente originales, invenciones únicas e independientes”.
Reivindicado también por creadores del calibre de Man Ray, Antonin Artaud, Joan Miró, Albert Camus, André Breton o Federico Fellini, Balthus siempre ha hecho equilibrios entre el aplauso  y el malditismo: exponía con éxito, pero apenas vendía cuadros, aunque el mismísimo Picasso le compró uno: Los hermanos Blanchard (1937). El hecho de que el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza celebre una gran retrospectiva del artista polaco-francés, es una buena excusa para revisar su figura.
Museo Thyssen- Bornemisza

Los ángeles de Balthus
Hijo de un historiador de arte y una ilustre pintora, Balthasar Kossowski de Rola (1908 – 2001) formó parte de la élite cultural parisina desde la cuna, y ya en su más tierna infancia se codeó con personajes tan relevantes como Matisse, Bonnard, Derain y hasta Jean Cocteau, que se inspiró en la familia de Balthus para escribir Les Enfants Terribles.
Autodidacta nato, Balthus se educó de espaldas a las escuelas de Bellas Artes, forjando su estilo a fuerza de visitar museos y estudiar cuadros de Caravaggio, Francesca, Coubert o Géricault. Si tenemos en cuenta que a los ocho años tenía un cuaderno de artista prologado por Rilke, no nos extrañará que alcanzara la madurez en la década de los 30. Tenía poco más de 20 años cuando pintó La Calle (1933), onírica estampa parisina de gran fuerza narrativa donde ya aparecía un elemento perturbador: una muchacha en minifalda agarrada por un hombre con aviesas intenciones. Años después, cuando tuvo problemas para venderla a un coleccionista, Balthus reconoció que la había pintado “por el placer juvenil por la provocación”.
No menos escandalosa fue La lección de guitarra (1934), que plasmaba una escena lésbica entre una profesora de música y su joven alumna: en muchas galerías, la obra se expuso tras una cortina. Aún así, Balthus salió al paso de las críticas que lo consideraban un artista erótico: “Nunca pinté a niñas con intención erótica, algo que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad… Por eso las consideraba ángeles”. En este sentido, cabe comparar a Balthus con Lewis Carroll, pues, como Alicia, sus jovencitas ociosas parecen a punto de saltar al país de las maravillas, algo que se evidencia especialmente en el cuadro El gato en el espejo III (1989).
Museo Thyssen- Bornemisz
Coartadas artísticas aparte, la polémica acompañó a la obra de Balthus incluso después de su muerte. En 2017, más de 11.500 personas firmaron una petición para que el Museo Metropolitano de Nueva York retirara Théresè soñando (1938), obra protagonizada por una impúdica niña de once años que levanta una pierna bajo la cual se atisba su ropa interior. Finalmente, el museo neoyorquino no retiró la obra apelando al “respeto a la expresión creativa”.

El arte de pintar lento
Pese a su gusto por la provocación, Balthus nunca fue un artista frívolo. Es más, creía que pintar era “ir al fondo del secreto, ser capaz de sacar la imagen interior”. Esa imagen constituía el alma de las personas, pero también de los animales y los objetos. Amén de poseer gatos, Balthus los pintaba, dando a luz a cuadros como El rey de los gatos (1935) o Desnudo con gato (1949). Y lo mismo hacía con los objetos, perpetrando obras tan iconoclastas como el Bodegón de 1937, donde muestra panes apuñalados y botellas rotas a martillazos.
Precisamente por su interés en profundizar, Balthus se tomaba su tiempo. Creía a ciencia cierta que “hay que volver a la lentitud de Giotto, a la exactitud de Masaccio, a la precisión de Poussin”. Por eso vivía como un monje y rezaba antes de pintar: porque envidiaba la maestría de los artista medievales y pretendía seguir su atemporal método de trabajo, algo que lo convirtió en “un hombre que se eterniza ante el lienzo”, que diría Artaud. Asimismo, fue Balthus el primer artista posmoderno, que mezclaba referentes clásicos y populares, sueño y vigilia, inocencia y perversidad. Todo ello, dentro de lo que él llamaba “tiempo surreal”.
Pero su ruptura con el tempo convencional, hizo que Balthus no fuera un pintor demasiado prolífico: vivió 92 años y terminó unos 220 cuadros. 47 de ellos forman parte de la exposición que podemos ver en el museo Thyssen hasta el 26 de mayo. La obra de Balthus no se exhibía en España desde la muestra del Reina Sofía de 1996, y vuelve ahora en una gran retrospectiva cronológica, comisariada por Raphaël Bouvier, Michiko Kono y Juan Ángel López Manzanares.
Allí contemplaremos maravillas como La toilette de Cathy (1933), La partida de naipes (1950) o la polémica Théresè soñando (1938), si bien brillará por su ausencia La lección de guitarra, quizá para no herir susceptibilidades. En cualquier caso, de momento nadie ha puesto el grito en el cielo, y el Thyssen se ha negado en redondo a colocar un cartel de advertencia en la puerta, estimando que no es serio juzgar obras pintadas hace décadas según los parámetros morales de nuestros días, y que “los museos deben abrir cauces de debate, pero nunca prohibir”.