jueves, 10 de diciembre de 2020

Piet Mondrian en el Reina Sofía deMadrid y Kandinsky en el Guggenheim de Bilbao. El Confidencial

 

El color contra la línea: Kandinsky, Mondrian y el duelo por el trono de la pintura abstracta

 Foto: Una visitante, en la exposición dedicada a Kandinsky en el Museo Guggenheim de Bilbao. (Reuters)

Una visitante, en la exposición dedicada a Kandinsky en el Museo Guggenheim de Bilbao. (Reuters)

Durante muchos siglos, los pintores basaron su arte en reproducir aquello visto desde la ventana, como si cada lienzo fuera una variante de una mirada a la búsqueda de una perspectiva impecable. Sin embargo, la invención de la fotografía durante el primer tercio del siglo XIX, la aceleración del mundo como consecuencia de las sucesivas revoluciones tecnológicas y el nacimiento de una mirada científica, reflejada por ejemplo en el positivismo del francés Comte, movieron los pinceles hacia otras perspectivas. Arrancaba una progresiva toma de conciencia del yo a caballo entre el 'fin de siècle' decimonónico y una modernidad desatada que rompía con todo ya en las primera décadas del XX.

Los futuristas podían lanzar con sus pinceles loas a la velocidad, pero quien mejor resumió el cambio de paradigma fue Henri Matisse. Inquirido por su célebre raya verde plasmada en un retrato de su mujer de 1905, no dudó en espetar un rotundo "¿y por qué no?". Con aquella respuesta, quebraba la aspiración del arte como método para representar la realidad mientras animaba a otros colegas a sumergirse en otras coordenadas mentales, imperativas para comprender las primeras vanguardias.

Más o menos por aquellas fechas, dos creadores luchaban en su interior por dominar el oficio e ir más allá de lo establecido. Antes de la Primera Guerra Mundial, el fenómeno de las periferias como lugar de la revolución cobró sentido. Los centros económicos e industriales, de Barcelona a Trieste, de los Países Bajos a Baviera, estaban en plena ebullición a la búsqueda de un lenguaje distinto. En Múnich, Vasili Kandinsky (Moscú, 1866 - Neully Sur Seine, 1944) quería liberarse de lo figurativo para adentrarse hacia otra senda, mientras en Ámsterdam el joven Piet Mondrian (Amersfoot, 1872 - Nueva York, 1944) dibujaba paisajes cada vez más específicos desde una serie de elecciones cromáticas. Para muchos, esas obras iniciales del holandés podían tener incluso un aire, inevitable pensarlo, a Vincent Van Gogh, aunque su evolución le llevó por otros derroteros.

En esta época calamitosa, la confluencia simultánea de ambos en dos grandes exposiciones es digna de celebración. 'Mondrian y el movimiento De Stijl' puede admirarse hasta marzo de 2021 en el Reina Sofía; Kandinsky, en el Guggenheim bilbaíno. Para Megan Fontanella, comisaria de la muestra visitable hasta mayo del próximo año, el valor de Kandinsky estriba en su acierto por intentar liberar la pintura de vínculos anteriores con el mundo natural hasta descubrir nuevas temáticas centradas en sus esencias interiores.

El valor de Kandinsky estriba en su acierto por intentar liberar la pintura de vínculos anteriores con el mundo natural

A partir de este punto, el escritor y físico Agustín Fernández Mallo, cuyo último libro es 'Wittgenstein, arquitecto' (Galaxia Gutenberg), considera interesante al ruso de trayectoria cosmopolita por derribar barreras en el terreno de los derechos sociales. Según el premio Biblioteca Breve de 2019, Kandinsky tiene el problema de ser mal interpretado por ciertos subconjuntos del ecologismo, pues “no se trata de preservar lo natural —lo natural ya se preserva por sí solo, tiene sus propias leyes, lo natural no nos necesita—, sino que hay que preservar lo únicamente humano, lo artificial, aunque esa parte artificial tome a veces una apariencia de 'no natural' —de 'cuadro abstracto social'—. Dicho de otro modo: todo lo que genera el ser humano es artificial, no actúa bajo la norma de las rígidas leyes naturales, y por eso mismo debe ser respetado y preservado. En todos los movimientos por los derechos civiles del siglo XX y XXI, en todas sus conquistas, subyace esta idea, este salto de gigante, que operó el movimiento abstracto, y en particular Kandinsky”.

Música y teosofía

Las dos grandes figuras de la pintura contemporánea quedaron hermanadas en la abstracción, y lo más curioso es percibir las coincidencias para conseguirla. Tanto Mondrian como Kandinsky sintieron la peculiar llamada espiritual de la teosofía,un conjunto de enseñanzas y dogmas divulgados por la ucraniana Madame Blavatsky, con muchos acólitos significativos desde la fundación de su credo en el Londres de 1875. El objetivo de sus devotos era superar un conocimiento basado en los métodos empíricos para alcanzar el absoluto, y desde la pintura podía presentarse desde términos sencillos y relevantes, a expandir en estructuras complejas, siempre con la desaparición de la forma como causa suprema para trascender lo visible

En el caso de Kandinsky, intervino antes otro factor: la sinestesia musical. En su ensayo de 1911, 'De lo espiritual en el arte', desarrolla toda una teoría sobre los colores como notas, y por ello no es de extrañar hallar en su legado muchos cuadros titulados al estilo de las sinfonías. Esta elección numérica para bautizar a sus hijos tuvo otras implicaciones. Ese mismo 1911, preparaba su cuarta composición y, agotado, salió a dar un paseo. Al volver a su estudio, comprobó cómo su compañera, la expresionista Gabriele Münter, había volteado sin querer el lienzo. Cuando regresó al estudio cayó de rodillas y, emocionado, lloró por la epifanía de ese bendito trastoque: nunca había visto un cuadro tan bonito, mágico por liberarle de su apego al objeto.

Con Mondrian, sus caídas del caballo fueron por otros derroteros. La leyenda lo ha caracterizado como un ermitaño calvinista, sin sentido del humor y excesiva firmeza en sus postulados, cuando era un hombre divertido a su manera y obsesionado por dar con la tecla justa para expresar su cosmovisión, donde la idea de localizar la estructura intrínseca del universo se manifiesta en su célebre retícula cósmica, trazada con planos geométricos, con frecuencia horizontales, completados con un cromatismo primario de rojos, amarillos y azules acompañados por el negro como ausencia de color y el blanco como acumulación de todos ellos. El verde, prohibido hasta en su hogar, no tenía cabida en ese elenco elemental para indagar sobre lo absoluto, estableciéndose una metafísica ajena a lo palpable y fenoménico.

Mondrian fue un hombre obsesionado por localizar la estructura intrínseca del universo

Kandinsky apuntaló su armazón conceptual en 1926 con 'Punto y línea sobre el plano'. El color podía ser pura musicalidad, pero para colmar una pintura se requieren elementos geométricos. El punto sería una pequeña partícula cromática esparcida por el artista en el lienzo, mientras la línea remataría la totalidad a partir de la fuerza ejercida con lápiz o pincel hasta transportarla a varias direcciones con rectas, ángulos, curvas y círculos, oscilaciones hilvanadas desde la subjetividad del pintor, mutado en músico silente desde toda esta panoplia poética y muy criticable si no se atiende a su génesis.

Como acaece con Mondrian, a quien la banalización comercial ha perjudicado sobremanera hasta licuar una espiritualidad heterodoxa donde la música jazz jugó un papel demasiado poco ponderado, quizá más visible en su última etapa norteamericana, donde la integridad del método se desvanece al adquirir sus piezas mayor soltura, despegándose de ciertos esquemas fijos hasta lograr, al fin, trascender su propia labor y obtener la pureza. Como reproche a esta capa oculta, como tantas otras, de su arte es fácil argumentar la dificultad de reproducir un solo de trompeta en sus composiciones, olvidándose estos detractores de la obsesión por una harmonía sin intromisiones individualistas, despojándose el ego de lastres para transmitir una lección con visos de valor ecuménico.

Maestros de la revolución abstracta

Tanto Mondrian como Kandinsky deben enmarcarse en ese instante vivo y apasionante del primer tercio del siglo XX, cuando muchos quisieron rebasar las barreras establecidas. Es tentador mencionar a Sigmund Freud como inspirador inconsciente de algunas de estas revoluciones, y en Viena, con la secesión, se generó un grupo con suficientes hechuras como para interpretar un arte insertado en la sociedad y desprendido de su mera calidad de contemplación estética. El homónimo edificio de Joseph Maria Olbricht, con el incomparable friso de Beethoven de Gustav Klimt, inauguraba una ruta con la funcionalidad por bandera en el diseño, erigiéndose Koloman Moser como precursor de una vía nada decorativa y más bien abstracta, consolidada con el avance de la centuria en Weimar y Dessau mediante la Bauhaus, y en Leiden con De Stijl, bajo el liderato de Theo Van Doesburg.

Sobrevolaba el aire de Richard Wagner y su aspiración a una obra de arte total

En todas estas asociaciones, por llamarlas de algún modo, sobrevolaba el aire de Richard Wagner y su aspiración a una obra de arte total. El mito de Bayreuth lo propagó desde sus montajes escénicos, válidos para su cometido. Sus sucesores de otras disciplinas aspiraban a seguir su ejemplo para no ser carne de museo y repercutir en la cotidianidad. En el caso neerlandés, había una voluntad generalizada de aprehender aquellas leyes gobernadoras de lo visible y escondidas en las apariencias externas. Para Mondrian, este impulso tenía unas coordenadas fijas y poco le preocupaba si con ello hacia desaparecer el Arte como tal. Pese a la hermandad de ese estilo, traducción literal del nombre de ese movimiento, se separó en 1924, discrepante de Van Doesburg, quien declaró la diagonal un principio compositivo más dinámico que las construcciones horizontales y verticales. 

Kandinsky quiso modelar la revolución desde mecanismos similares con otras variantes. En 1918, espoleado por el triunfo de la Revolución de Octubre, regresó a la madre patria y participó hasta 1921 en las políticas culturales de la futura Unión Soviética, enfrentándose a la postre a Vladímir Tatlin y Alexander Rodchenko, más radicales en sus postulados desde el Instituto de Cultura Artística, tildando a su colega de burgués e individualista. Ante esta situación, la oferta de Walter Gropius para impartir cursos en la Bauhaus fue un regalo caído del cielo, prologándose el idilio con la escuela multidisciplinar hasta 1933, cuando el nazismo la cerró para disolver ese espacio único y festivo, inimitable tanto en espíritu como en riqueza de pensamiento, madre indiscutible del diseño gráfico e industrial, entre muchos otros dones. 

Kandinsky transcurrió su otoño en Francia. París había sido el origen de todo, no en vano, tanto él como Mondrian no habrían alcanzado un curso propio sin el fauvismo y el cubismo, y cerraría el círculo bajo un manto ya prestigioso, con Solomon Guggenheim convirtiéndose en su mecenas, marchamo extra al brindarle un puesto en el panteón de los inmortales cuando, tras la Segunda Guerra Mundial, la capitalidad de la cultura se desplazó al otro lado del océano Atlántico. Su falso rival abandonó Holanda en 1918 y residió en la ciudad de la luz hasta 1938, cuando el contexto político lo expulsó a Londres hasta 1940, para a continuación recalar en Estados Unidos, instalándose en Nueva York hasta su muerte en enero de 1944, nueve meses antes que la del otro gran padre de la abstracción.

Para la escritora Patricia Almarcegui: “Tanto Kandinsky como Mondrian se reconocen en el valor dado a la experiencia a principios del siglo XX. Las obras de arte son objetos percibidos que generan experiencia. Kandinsky lo hará principalmente con el color y Mondrian mediante la línea. Me interesa la relación de ambos con la música y también con el orientalismo. De la primera, destaca su gran poder expresivo alejado de lo figurativo y representativo. Para Kandinsky, Oriente es el próximo, de allí viene la luz, que irradian las pinceladas de los colores planos y el ritmo que impregnan. Para Mondrian, Oriente es el lejano. Por su experiencia en la Bauhaus, conocía bien el trabajo de Bruno Taut sobre el palacio de Katsura de Kioto, tan del gusto de Gropius, quien no dudó en escribir a Le Corbusier y proclamarle que todo aquello por lo que habían luchado tenía su paralelo en la antigua cultura japonesa. Los pabellones del palacio representan la abstracción a partir de líneas verticales y horizontales que encuadran espacios monocromos y, como escribe Taut, son la arquitectura reducida a la pura esencia, lo mismo buscado por Mondrian con las formas geométricas de sus obras”.

domingo, 29 de noviembre de 2020

Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931). El diario.es

 Cinco razones por las que la exposición feminista 'Invitadas' del Museo del Prado no lo es tanto





La exposición Invitadas del Museo del Prado no solo es una de las más importantes del año, también es una de las más relevantes de la historia del museo. Su objetivo era explorar la misoginia impregnada en el arte a través de los siglos y entonar un 'mea culpa' como institución que también ha sido responsable de esa discriminación de género. Un "elefante en la habitación" complicado de abordar y que más de un mes después de su presentación todavía sigue dando de qué hablar, aunque no todas las voces alaban cómo la pinacoteca ha construido este recorrido.

La Red de Investigación en Arte y Feminismos y Mujeres en las Artes Visuales (MAV) son dos de las asociaciones que han criticado la muestra y que han explicado sus razones en comunicados que, a su vez, han firmado cientos de investigadoras y expertas. Por ejemplo, la Red de Investigadoras señala que la exposición devalúa a las artistas "tanto cuantitativa como cualitativamente". Por su parte, MAV afirma que es "una oportunidad perdida" y que esperaban "una reflexión mucho más profunda a la hora de plantearla".

A la crítica también se han sumado, a través de artículos, diferentes investigadoras, expertas y activistas como la gestora cultural y comisaria de arte Semíramis González, que en ¿Tienen que ser invitadas las mujeres para estar en el museo? lamenta que el debate surgido no esté siendo enriquecedor, sino todo lo contrario: "A quienes la criticamos se nos ha acusado de censoras, llegando a afirmar que estábamos incluso pidiendo que no se viese la exposición".

En lo que coinciden las profesionales es en el reproche a la falta de diálogo y reflexión compartida por parte de un museo que, a pesar de buscar la aparente autocrítica, no ha tenido en cuenta otro discurso más allá del propio. Es justo lo que denuncia la catedrática de la Universidad Complutense especializada en arte Marián López Fernández-Cao, también integrante de MAV, con la que analizamos cinco claves por las que la exposición Invitadas no es tan feminista como pensábamos.

1. Es una exposición sobre cómo ven los hombres a las artistas

La expectativa era que la exposición hiciera que el Prado sacara los cuadros de pintoras que estaban escondidos en sus almacenes, pero no ha sido del todo así. "Es una parte muy pequeña la que se centra en las artistas y tampoco se oye su voz", critica Marián Cao. "Donde el público esperaba ver a mujeres artistas, el museo le presenta a hombres artistas que pintan a mujeres. Es grave", señala también la escritora Laura Freixas en un artículo de La Vanguardia. En la misma línea se sitúa Isabel Tejeda, profesora de Bellas Artes en la Universidad de Murcia, que apunta que "una de las lagunas más colosales de este proyecto radica en la representación de artistas que trabajaron entre finales del ochocientos y 1931. Que solo haya un cuadro en la exposición de Lluïsa Vidal o de María Röesset, y ninguna fotografía de Eulalia Aibatua, ninguna pintura de María Blanchard, Maruja Mallo o de Ángeles Santos, o diseño de Manuela Ballester".

Ni siquiera el cartel promocional utilizado para Invitadas, esa lona gigante que cuelga sobre la fachada del museo, es el cuadro de una artista. En cambio han optado por colgar Falenas, de Carlos Verger, cuyo título hace referencia a "una mariposa nocturna de cuerpo delgado y anchas y débiles alas, fatalmente atraída por el fuego", en este caso asociado a prostitutas. Pero, como señalan la Red de Investigación en Arte y Feminismos, "el estudio sobre la iconografía misógina del siglo XIX no supone en absoluto una novedad, ya que existen desde hace décadas numerosas publicaciones especializadas y exposiciones dedicadas a esta cuestión, tanto en España como fuera de nuestro país".

Lo que tampoco es nuevo es la ausencia de artista en las salas del Prado, y muestra de ello es la exposición de 2016 de Clara Peeters: hubo que esperar 197 años desde la creación del museo para asistir a la primera muestra dedicada a una pintora. Otros logros son conseguidos a base de peticiones populares, como ocurrió con la obra El Cid de Rosa Bonheur, que sí está presente en esta muestra. Es una pieza que evoca la libertad y la insumisión de una artista que, sin embargo, llevaba dos siglos guardada en los almacenes. Fue en 2019, tras un movimiento masivo en Twitter a favor de Bonheur y su importancia como referente, cuando finalmente la dirección del museo decidió colgar su lienzo en la exposición permanente.

2. Tiene una sola voz

A pesar de que existen numerosas profesionales y colectivos que llevan años trabajando en materia de género en el arte, algunas de ellas citadas al comienzo de este artículo, el museo no ha contado con ellas. Y no solo a nivel nacional: historiadoras como Linda Nochlin y Griselda Pollock ya denunciaban hace cuatro décadas que la Historia del Arte debería sustituir la importancia de la materia (la pincelada) por la del materialismo (las condiciones sociopolíticas de una obra).

Quizá esa falta de colaboración con quienes llevan décadas trabajando el tema es la que ha podido provocar errores como el del cuadro que se encargaba de abrir la muestra: un lienzo destrozado que servía como muestra del trato recibido por las pintoras a lo largo de la historia inicialmente atribuido a Concepción Mejía de Salvador y que, al final, resultó ser de un hombre. Así lo descubrió la experta Concha Díaz Pascual, que en su blog Cuaderno de Sofonisba destapó al verdadero autor: Adolfo Sánchez Mejía.

3. Las cartelas tienen un sesgo patriarcal

La primera sección de Invitadas habla directamente de "reinas intrusas" para referirse a la serie cronológica de los reyes de España encargada por Isabel II a José de Madrazo en 1847. El objetivo era hacer una genealogía de sus antepasados reales para demostrar que era la heredera legítima del trono que los carlistas no querían reconocer, pero la muestra vuelve a colocar el adjetivo de "intrusa" y obvian detalles como que fue la propia Isabel II quien estableció por Real Decreto la Exposición Nacional de Bellas Artes en 1853, que contribuyó al renacer del arte en el país.

Se entiende que la intención del museo al repasar los premios nacionales otorgados a obras machistas es denunciar cómo el Estado legitimaba ese tipo de discurso, tal y como sucede con las piezas de niñas sexualizadas pintadas por Pedro Sáenz que fueron reconocidas en Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Pero falta contexto que vaya más allá del sesgo patriarcal en la pincelada para, por ejemplo, entender por qué personajes como la ya mencionada Isabel II no merecía ser tratada de "intrusa".

4. Un apoyo que queda invisibilizado

Llegando casi al final del recorrido se muestra cómo las artistas estaban limitadas a demostrar sus virtudes en géneros considerados entonces de menor importancia, como el bodegón o la miniatura, pero no se muestra la otra cara de la moneda, que también existió: la de instituciones como el Ayuntamiento de Zaragoza, que en 1881 concedió a Agustina Atienza y Cobos una pensión de 1.000 pesetas anuales para realizar sus estudios en la capital. Lo mismo ocurrió con la diputación de Lugo y Maruja Mallo o con la Diputación de Valladolid y Marcelina Poncela.

La óptica está centrada solo en el retroceso y no en el avance que supusieron, por ejemplo, asociaciones tan importantes como Lyceum Club Femenino, un centro cultural fundado en 1926 en Madrid que fue el caldo de cultivo para la creación de las Sinsombrero (las creadoras de la Generación del 27) y para dar pasos hacia la igualdad en la cultura.

5. La parte por el todo

En Invitadas hablan de un periodo histórico muy específico (finales del siglo XIX y primer tercio del XX), lo cual no sería un problema si no se hiciera desde un punto de vista muy limitado sin dar una visión general del contexto. Es justo lo que decía a este periódico Concha Díaz Pascual, la experta que descubrió que había un "invitado" en la muestra: "Todo el acento se ha puesto en la consideración de la mujer en un tiempo muy puntual, porque solo se produce en los cinco o seis últimos años del siglo XIX, cuando acaba la moda de la pintura de historia y empieza la de la pintura social. Pero eso se produce durante muy pocos años, no fue así todo".

Asimismo, la exposición finaliza en una fecha emblemática a la que ni siquiera hace referencia y que bien podría haber sido el broche de oro: 1931, el año de la aprobación del sufragio femenino en España durante la Segunda República. Un hito en el que las mujeres no fueron invitadas, sino con el que fueron reconocidas.


lunes, 23 de noviembre de 2020

Las Meninas y la cerámica mexicana. BBC

 

La misteriosa pieza de cerámica mexicana que revela un sentido oculto de "Las Meninas", una de las obras maestras del arte universal

  • Kelly Grovier
  • BBC Culture
Cuadro "Las Meninas".
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El cuadro "Las meninas" es la obra más icónica del Museo del Prado en Madrid.

A veces, un jarro es solo un jarro. Otras, es la puerta a una nueva forma de percepción.

En la obra maestra "Las Meninas", un juego de sombras y espejos que nunca ha dejado de intrigar, un pequeño y hasta ahora bastante desapercibido jarro de barro en el centro del lienzo transforma la obra, una instantánea de la vida palaciega, en un tratado sobre la ilusoria y trascendental naturaleza de la existencia.

Sin este objeto de arcilla se marchita el misterio de la obra, que ha atrapado la atención de los observadores por más de tres siglos y medio, desde que el pincel de Diego Velázquez la alumbró en 1656.

Para apreciar plenamente cómo una pieza popular de cerámica de América Latina se convierte en un lente para captar de nuevo el mundo, debemos recordar el contexto cultural en el que surgió el cuadro y qué se proponía retratar.


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Autorretrato de Diego Rodríguez de Silva y Velázquez
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Velázquez es uno de los grandes maestros de la pintura española.

Paleta en mano en el lado izquierdo de la escena, la "selfie" a tamaño natural de Velázquez nos mira como si fuéramos el mismo objeto que está tratando de capturar en el enorme lienzo que tiene ante él.

Es un cuadro sobre un cuadro en la superficie imaginaria de un lienzo que no podemos ver.

En el centro de la pintura, a la izquierda de Velázquez, vemos a la infanta Margarita, hija del rey Felipe IV y Mariana de Austria, flanqueada por un par de damas de servicio.

El resto de estancia tenuemente iluminada del Palacio Real de Madrid se enciende con un grupo variopinto de cortesanos.

Puertas de la percepción

A través de una puerta abierta al fondo de la escena, una silueta brumosa, el chambelán de la reina, se dispone a abandonar la pintura, pero no sin antes detenerse a mirarnos, como ansioso de que pudiéramos seguirlo hacia lo desconocido.





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Los reyes Felipe IV y Mariana de Austria aparecen en el espejo del fondo, pero no sabemos si Velázquez los está pintando o si son un reflejo de un lienzo que ya pintó.

A la izquierda de la puerta, un espejo refleja los rostros espectrales del rey y la reina, cuya ubicación en el mundo de la obra se desconoce. Los monarcas están allí, pero no están allí.

Estos aspectos de la obra —la puerta abierta y los rostros reales en el espejo fantasmagórico— han llevado a muchos observadores a sospechar que en el cuadro hay mucho más en acción de lo que el ojo alcanza a ver.

La presencia "ausente" del rey y la reina, que aparecen en el cuadro pero no en la escena, obliga a concluir que es una obra filosófica sobre la sustancia de la sustancia y la proximidad del aquí y ahora, tanto como una imagen congelada de una escena de la animada vida palaciega.

El acertijo de su reflejo asegura que no seamos espectadores pasivos, sino que busquemos activamente comprender en qué parte del mundo se encuentran.

¿Los coloca el espejo donde estamos nosotros, como sujetos de un retrato que Velázquez está pintando?

¿O el espejo está mostrando lo que ya está en ese gran lienzo, del que solo vemos el reverso? Esta segunda opción haría que la imagen en el espejo sea un reflejo imaginario de la superficie de un cuadro imaginario que retrata personajes cuyos paraderos solo podemos imaginar.

Un punto de fuga que se desvanece

"Las Meninas" juega con nuestra mente y nuestra retina.

Por un lado, las líneas de perspectiva del lienzo convergen y arrastran nuestra mirada hacia un punto de fuga, que es la puerta.

Pero por otro, el espejo empuja nuestra atención hacia la parte posterior de la pintura, para evaluar la posible posición de los espectros reales.

Se nos arrastra constantemente hacia dentro y hacia fuera de la obra, mientras que la habitación que Velázquez dibuja se convierte en una extraña dimensión elástica que es a la vez transitoria y eterna, un reino tangible, pero también brumoso e imaginario.

Las imágenes de Velázquez tienen un efecto casi psicotrópico en nosotros. Propician un estado casi de trance al que la pintura ha llevado al público generación tras generación.

Quizá estemos describiendo una alucinación o una visión mística antes que una pintura.

El jarro

Fácil de ignorar en el cruce de perspectivas ópticas, filosóficas y psicológicas que se entreveran en el cuadro, hay un objeto que quizá ofrezca una pista material del efecto pretendido por la alucinógena obra maestra de Velázquez sobre nuestra conciencia: un vibrante punto rojo en la forma de un pequeño jarro.

Infanta Margarita y una sirviente en el cuadro "Las Meninas".
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El pequeño jarro rojo puede pasar desapercibido, pero tiene un significado revelador.

Este modesto jarro, que una sirviente suplicante le ofrece a la joven infanta (y a nosotros) en una bandeja de plata, debería haber sido reconocido por los contemporáneos como la materialización de las propiedades que alteran el cuerpo y la mente.

Conocida como búcaro, esa simple pieza de barro era uno de los objetos de artesanía más codiciados entre los que los exploradores españoles del Nuevo Mundo llevaban de vuelta al viejo en los siglos XVI y XVII.

Según el historiador del arte Byron Ellsworth Hamann, que ha estudiado minuciosamente el origen de muchos de los objetos que aparecen en los cuadros de Velázquez, incluida la bandeja de plata de "Las Meninas", el brillo característico del jarro y el tono rojizo lo distinguen como un producto de Guadalajara, México.

Una mezcla secreta de especias locales horneadas en la arcilla cuando se fabricó el florero aseguraban que cualquier líquido que contuviera estuviera delicadamente perfumado.

Pero se sabía que el búcaro cumplía otra función más sorprendente.

Alucinaciones

En los círculos aristocráticos españoles del siglo XVII se convirtió en una especie de moda que las niñas y mujeres jóvenes mordisquearan los bordes de estos jarros de arcilla porosa y lentamente los devoraran por completo.

Visitantes mirando "Las Meninas" en el Museo del Prado.
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"Las Meninas" causa fascinación desde hace más de 300 años.

Una consecuencia química de consumir la arcilla extranjera era un dramático aclaramiento de la piel hasta adquirir un tono casi fantasmal, lo que en aquella época era una aspiración estética y una demostración de riqueza y de que el sustento de uno no dependía de un trabajo realizado bajo el sol que oscurecía la piel.

Por extraño que parezca, consumir arcilla de búcaro era menos peligroso que algunas alternativas contemporáneas, como untarse la cara con una pasta veneciana hecha de plomo, vinagre y agua, que resultaba en envenenamiento de la sangre, pérdida de cabello y muerte.

Pero la ingestión de arcilla de búcaro también causaba la reducción peligrosa de glóbulos rojos, parálisis de los músculos y la destrucción del hígado.

También provocaba alucinaciones. Según la autobiografía de una pintora y mística contemporánea, Estefanía de la Encarnación, publicada en Madrid en 1631, la adicción a morder búcaros resultaba en una mayor conciencia espiritual.

La mujer dice que le tomó "un año completo" librarse "de este vicio", pero que el efecto narcótico le provocaba visiones que le permitieron "ver a Dios con mayor claridad".

Símbolo del ocaso imperial

Cuando mapeamos los efectos fisiológicos y psicotrópicos de la dependencia del búcaro en el rompecabezas de "Las Meninas", la pintura adquiere un significado nuevo y quizás incluso más inquietante.

Diego Velázquez en "Las Meninas".
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Velázquez parece apuntar al color rojo de su paleta, del mismo que habría salido el búcaro del cuadro.

La conciencia alterada de la Infanta, cuyos dedos rodean al búcaro (¿lo acaba de mordisquear?), se expande repentinamente desde el epicentro de la acción del lienzo a toda la mentalidad del cuadro.

Además, podemos ver que el pincel de Velázquez apunta a una mancha del mismo rojo intenso en su paleta, la misma de la que nace el búcaro.

Fantasmal en su palidez, la Infanta también parece levitar desde el suelo, un efecto logrado por la sombra que el artista inserta bajo la basta de su vestido en forma de paracaídas.

Incluso los padres de la Infanta, cuyas imágenes flotan directamente sobre el búcaro, comienzan a parecer espíritus holográficos proyectados desde otra dimensión más que meros reflejos en un espejo.

De repente, vemos a "Las Meninas" como lo que es, no solo una instantánea de un momento, sino una meditación sobre la evanescencia del mundo material y la inevitable evaporación del yo.

A lo largo de sus casi cuatro décadas de servicio a la corte, Velázquez fue testigo de la disminución gradual del dominio de Felipe IV. El mundo se le escapaba.

El búcaro, un trofeo de hazañas coloniales y un poder imperial menguante, es el símbolo perfecto de ese ocaso y del abandono del espejismo del ahora.

El búcaro ancla ingeniosamente la escena confusa y, al mismo tiempo, está directamente implicado en su confusión.

Simultáneamente físico, psicológico y espiritual en sus implicaciones simbólicas, el búcaro es un ojo de cerradura a través del cual se puede vislumbrar y desbloquear el significado más profundo de la obra maestra de Velázquez.