Ninguna obra de arte se manifiesta a primera vista en toda su grandeza y profundidad. No sólo quieren ser admiradas, sino también comprendidas.
Stefan Zweig
Aquí no hay quien viva: 9 pifias perpetradas por grandes arquitectos
Habitar un gran proyecto arquitectónico suele ser un capricho caro y no siempre practicable. El crítico Stephen Bayley explica ilustres meteduras de pata: atrocidades térmicas, que el baño se convierta en un escaparate a los vecinos... o incluso la posibilidad de que se hunda el edificio
¿No entendió Sáenz de Oiza, diseñador de las globulares Torres Blancas de Madrid, que es imposible conseguir amueblar una habitación con las paredes curvas? |Getty
Suele decirse —al menos yo— que diseñar con éxito la vivienda más simple es un cometido tan difícil y exigente que roza el límite de las capacidades humanas. Descifrar la secuencia del genoma humano es fácil si se compara con el reto de trabajar de manera correcta las proporciones y los detalles.
¿Existe alguna prueba de que los arquitectos son quienes están en mejor disposición para enfrentarse a esta tarea desalentadora? Quizás no. Uno de los libros venerados entre los profesionales de la arquitectura es Arquitectura sin arquitectos, de Bernard Rudofsky (1964), un tratado sobre los pueblos blancos españoles y la chora griega que presenta una defensa rotunda del ingenio local. Paradójicamente, este libro tuvo su origen en una exposición del Museo de Arte Moderno (MoMA) de Nueva York, catedral de la modernidad y la arquitectura.
Siempre me gusta recordar la idea de Flaubert de que los arquitectos son todos "imbéciles". O lo que en una ocasión me dijo Philip Johnson: "No lo olvides, hijo: soy una puta". Los arquitectos no andan sobrados de reputación. Hay estudios que muestran que, entre los profesionales, solo los periodistas despiertan menos confianza que ellos. Aun así, recientemente he conseguido agregar un nuevo insulto a la vasta enciclopedia de agravios acumulados por la profesión arquitectónica.
Su autor fue Enzo Apicella, el historietista y periodista angloitaliano que murió en noviembre a la imponente edad de 96 años. Sin ningún tipo de formación arquitectónica, Apicella se convirtió en uno de los prescriptores o creadores de gusto con más influencia de Gran Bretaña. Sus interiores para la famosa cadena de restaurantes Pizza Express establecieron en el imaginario britanico una conexión inquebrantable entre el estilo italiano, el Pop Art y la pizza margarita. Y Apicella opinaba (y lo decía en voz alta) que los arquitectos profesionales eran "criminales".
Vale, quizá sea una exageración. Pero los arquitectos sí parecen más proclives a fallar que otros profesionales. Quizá eso se deba solo a que se les percibe así, porque, como apuntó Frank Lloyd Wrigth: "Los cirujanos pueden enterrar sus errores, pero los arquitectos deben vivir con ellos".
Transparencia letal. La Glass House [1], de Philip Johnson, arriba, es una atrocidad térmica: te congelas en invierno y te abrasas en verano gracias a sus paredes de cristal. Abajo, el arquitecto en la casa que tuvo que rodear de luces para no ver a sus 'voyeurs' (aunque a él le daba igual que lo mirasen) |Getty
Y las relaciones con los clientes están siempre cargadas de problemas. Este fue el tema que abordaba un clásico menor de la literatura inglesa del siglo XX: The Honeywood File [el archivo de Honeywood], de Harry Bulkeley Creswell (1929). El mismo Creswell era un distinguido arquitecto, y sin embargo muy consciente de lo absurdo de su profesión. El libro registra, en formato epistolar, el triángulo satánico formado por el (ambicioso) arquitecto, el (incompetente) constructor y un cliente mezquino empeñado en ahorrar dinero. Aparte del encuentro entre el Antiguo Régimen y Madame Guillotina en un cadalso de París en 1789, ninguna relación está más condenada al fracaso que la que se establece entre el arquitecto y su cliente.
Por supuesto, los particulares pueden cometer sus propios errores. Recuerdo con mucho cariño a una amiga mía muy interesada en ahorrar dinero que instruyó, para instalar sus cañerías, a un nativo de una isla caribeña donde no existe tradición alguna en ingeniería hidráulica. Alarmada ante la visión del vapor acompañado de un aullido que salía del lavabo, descubrió que había conectado el agua caliente a la cisterna. O a otro amigo, el diseñador de moda Joseph Ettedgui. Forró todos los libros de su biblioteca con un grueso papel blanco porque quedaba precioso, hasta que se dio cuenta de que no era capaz de encontrar ningún título. O un hotelito que conozco en Italia, y cuyos cuartos de baño crean un efecto Venturi: el viento es tan fuerte que es imposible estar de pie.
Porno arquitectónico. Los vecinos de los caros, más que lujosos, apartamentos londinenses Neo Bankside [2], de Richard Rogers, pensaron que su baño era privado y hoy son parte del entretenimiento de la vecina Tate Modern |Getty
Pero estos casos son triviales en comparación con algunos errores clásicos recientes.
¿No entendió, por ejemplo, Sáenz de Oiza, diseñador de las globulares Torres Blancas de Madrid [en la imagen principal del artículo], que es imposible conseguir amueblar una habitación con las paredes curvas?
Pero empecemos mejor con el propio Philip Johnson. Su Glass House [1] de 1949 en New Canaan (Connecticut EE UU) fue, lo primero, un robo. "Me gusta Mies van der Rohe porque es fácil de copiar", dijo Johnson. En segundo lugar, es una atrocidad térmica: fría en invierno, calurosa en verano. A Johnson no le importaban las facturas de calefacción: él era rico. Y en tercer lugar: como metáfora de la "salida" del armario, Johnson, que era gay, estaba encantado con la exposición que le proporcionaba la Glass House, pero lo hilarante es que tuvo que rodearla de focos de tal manera que él no pudiera ver cómo sus voyeurs miraban hacia dentro.
Para entrar a vivir (sobre arenas movedizas). La Torre Millennium [3], en San Francisco, a donde sus inquilinos se mudaron en 2009, se está hundiendo. El terreno es incapaz de soportar su peso |Getty
En el portal contiguo a la Tate Modern en Londres, Richard Rogers ha terminado recientemente sus caros ("lujosos" no es la palabra más adecuada) apartamentos Neo Bankside[2]. Tienen el inevitable sello que Rogers ya dejó en el Pompidou, pero también los mismos muros de cortina de vidrio que, contra toda lógica, Rogers —que vive en una decimoctava planta en Chelsea— se empeña en utilizar. Más tarde, Herzog y De Meuron construyeron al lado la ampliación de la Tate Modern.
¡Ventana va! Tan pronto como se terminó de levantar en 1976 La Torre John Hancock [4], de I .M. Pei, en Boston, sus ventanas comenzaron a caerse. |Getty
Puesto que la Tate Modern tiene pocas obras artísticas que valga la pena admirar, los visitantes que pasan por el mirador de esta extensión del museo dedican buena parte del tiempo a observar detenidamente lo que ocurre dentro de los apartamentos Neo Bankside, como si se tratara de un espectáculo. Esto ha sido fuente de angustiosas quejas por parte de los abochornados vecinos que pensaron que su baño era privado. No podía haber un ejemplo más absurdo del concepto vanguardista de la-vida-es-arte.
Entretanto, en San Francisco, la gente comenzó a mudarse en 2009 a la Torre Millennium [3], en el número 302 de Mission Street. Ahora el edificio al completo se está hundiendo en un terreno inestable incapaz de soportar su peso. Esta es una versión trágica del error de diseño que afectó a la Torre John Hancock [4], de I. M. Pei, en Boston. Tan pronto como se terminó de levantar en 1976, las ventanas comenzaron a caerse.
Ay, qué calor El concepto de futuro de Jan Kaplicky, del que la Hauer-King House [5], en el número 40 de Douglas Road (Londres), es uno de sus primeros ejemplos, no incluía aire acondicionado |Amanda Levete
El cristal es muy a menudo un escollo, a pesar de la ilusoria perfección que ofrece su transparencia. El difunto Jan Kaplicky fue uno de los asistentes de diseño de Piano y Rogers para el Centro Pompidou. Tan fascinado estaba Kaplicky con fantasiosas ideas de progreso que cuando montó su propia firma la llamó Future Systems (sistemas del futuro). Uno de sus primeros proyectos fue una casa en el número 40 de Douglas Road [5], en Londres, para Jeremy King, por entonces propietario del famoso restaurante The Ivy. El concepto de futuro de Kaplicky no incluía el aire acondicionado y el zigurat acristalado que diseñó se volvió intolerablemente caluroso incluso en las temperaturas externas más suaves.
Pero no solo los modernos fracasan en el diseño doméstico. El príncipe de Gales no es tan anticuado como precientífico. En Poundbury [6], en Dorset, bajo mandato real, Leon Krier, un arquitecto luxemburgués y liberal nada moderado, comenzó a planificar una fantasía retrokitsch en 1994. Los males del mundo moderno —en esto el príncipe y el arquitecto están de acuerdo— pueden curarse con gárgolas y arcadas, incluso aunque se construyan con un hilarantemente inapropiado cemento del siglo XX. El resultado se antoja tan muerto y falto de vida como el Wolfsburg de Hitler.
Pastiche total. Leon Krier diseñó Poundbury [6], en Dorset, por mandato del príncipe de Gales. Una fantasía retrokitsch con arcos neorrománicos y frontón grecorromano en pleno 1994 |Getty
Y si Poundbury pretendía evocar el encanto de una aldea tradicional inglesa, el uso de los coches ha ido en aumento, empeorando la alienante desolación de su diseño.
¿Es un regalo? ¿Se come? ¿Tiene cuerda? House for Essex [7] se levanta, dice el autor, "orgullosa de su nauseabunda vulgaridad y burlándose del gusto de los mismos a los que su diseñador, Grayson Perry, dice que defiende" |Getty
Y luego está el artista Grayson Perry, un ceramista travestido, tejedor y polemista, que ha conquistado de forma extraordinaria el corazón de la tradicional clase conservadora británica. En 2015 Perry construyó su House for Essex [7], una calculada afrenta a toda noción de buen gusto, educación, pertinencia e inteligencia.
Moscú, tenemos un problema. Capital Hill Residence [8], en el bosque de Barvija, a las afueras de Moscú, es la única casa que jamás construyó Zaha Hadid y el autor está convencido de que podría ser el peor de todos sus proyectos |OKO Group / Zaha Hadid Architects
Ahí está, orgullosa de su nauseabunda vulgaridad y burlándose del gusto de los mismos a los que Perry dice que defiende.
Lo único que lamento al compilar esta melancólica lista de errores arquitectónicos es no haber visitado la única casa que Zaha Hadid diseño jamás. Se trata de una excrecencia de 140 millones de dólares en el bosque de Barvija [8], a las afueras de Moscú. Dado que Zaha Hadid destacó de muchas otras formas, llevando la noción del extremo a nuevos límites, estoy convencido de que su proyecto ruso podría ser el peor de todos.
Una casa debería ser realmente una máquina pensada para vivir en ella, no para reírse de ella.
(*) Stephen Bayley, consultor, reconocido escritor y crítico cultural especializado desde hace más de 30 años en diseño y arquitectura, ha sido comisario de arte y profesor de Historia del arte en la Universidad de Kent. Fue el creador, junto con Terence Conrad del Boilerhouse Project, en el Victoria and Albert Museum, que fue el germen del actual Museo del Diseño de Londres. Ha publicado 15 libros sobre estética, diseño, sexo y arquitectura (no necesariamente en ese orden).
Balthus en el Thyssen: el erotismo exquisito que no admite censuras
Luis Landeira08.03.2019
El Thyssen de Madrid exhibe en todo su esplendor y su polémica crudeza la obra del pintor franco-polaco Balthus. 47 obras esenciales que incluyen escenas callejeras, bodegones y escenas cotidianos con su punto controvertido e impúdico.
"Lecter enviaba catálogos de las exposiciones más interesantes a su primo, el genial pintor Balthus, que vivía en Francia": esta frase, que forma parte de la novela Hannibal de Thomas Harris, demuestra la mala fama que arrastra desde hace muchos años Balthasar Kłossowski de Rola, Balthus, a quien el autor de El silencio de los corderos vincula con el temible gastrónomo caníbal que protagoniza sus novelas.
Gran parte de esta pésima reputación se debe a que Balthus solía pintar a jovencitas preadolescentes en posturas de una innegable tensión erótica. Esto escandalizó a la sociedad biempensante de su tiempo. Y, aunque por razones distintas, sigue escandalizando ahora. A pesar de ello, gran parte de la comunidad artística mundial se ha dejado seducir por el inclasificable estilo figurativo de Balthus, y a la postre lo ha encumbrado como uno de los grandes maestros del arte del siglo XX. Como dijo el cineasta Win Wenders, “Balthus no era surrealista ni realista, ni perteneció a ningún otro ismo. Sus cuadros son radicalmente originales, invenciones únicas e independientes”.
Reivindicado también por creadores del calibre de Man Ray, Antonin Artaud, Joan Miró, Albert Camus, André Breton o Federico Fellini, Balthus siempre ha hecho equilibrios entre el aplauso y el malditismo: exponía con éxito, pero apenas vendía cuadros, aunque el mismísimo Picasso le compró uno: Los hermanos Blanchard (1937). El hecho de que el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza celebre una gran retrospectiva del artista polaco-francés, es una buena excusa para revisar su figura.
Museo Thyssen- Bornemisza
Los ángeles de Balthus
Hijo de un historiador de arte y una ilustre pintora, Balthasar Kossowski de Rola (1908 – 2001) formó parte de la élite cultural parisina desde la cuna, y ya en su más tierna infancia se codeó con personajes tan relevantes como Matisse, Bonnard, Derain y hasta Jean Cocteau, que se inspiró en la familia de Balthus para escribir Les Enfants Terribles.
Autodidacta nato, Balthus se educó de espaldas a las escuelas de Bellas Artes, forjando su estilo a fuerza de visitar museos y estudiar cuadros de Caravaggio, Francesca, Coubert o Géricault. Si tenemos en cuenta que a los ocho años tenía un cuaderno de artista prologado por Rilke, no nos extrañará que alcanzara la madurez en la década de los 30. Tenía poco más de 20 años cuando pintó La Calle (1933), onírica estampa parisina de gran fuerza narrativa donde ya aparecía un elemento perturbador: una muchacha en minifalda agarrada por un hombre con aviesas intenciones. Años después, cuando tuvo problemas para venderla a un coleccionista, Balthus reconoció que la había pintado “por el placer juvenil por la provocación”.
No menos escandalosa fue La lección de guitarra (1934), que plasmaba una escena lésbica entre una profesora de música y su joven alumna: en muchas galerías, la obra se expuso tras una cortina. Aún así, Balthus salió al paso de las críticas que lo consideraban un artista erótico: “Nunca pinté a niñas con intención erótica, algo que las habría convertido en anecdóticas, superfluas. Yo pretendía justamente lo contrario, rodearlas de un aura de silencio y profundidad… Por eso las consideraba ángeles”. En este sentido, cabe comparar a Balthus con Lewis Carroll, pues, como Alicia, sus jovencitas ociosas parecen a punto de saltar al país de las maravillas, algo que se evidencia especialmente en el cuadro El gato en el espejo III (1989).
Museo Thyssen- Bornemisz
Coartadas artísticas aparte, la polémica acompañó a la obra de Balthus incluso después de su muerte. En 2017, más de 11.500 personas firmaron una petición para que el Museo Metropolitano de Nueva York retirara Théresè soñando (1938), obra protagonizada por una impúdica niña de once años que levanta una pierna bajo la cual se atisba su ropa interior. Finalmente, el museo neoyorquino no retiró la obra apelando al “respeto a la expresión creativa”.
El arte de pintar lento
Pese a su gusto por la provocación, Balthus nunca fue un artista frívolo. Es más, creía que pintar era “ir al fondo del secreto, ser capaz de sacar la imagen interior”. Esa imagen constituía el alma de las personas, pero también de los animales y los objetos. Amén de poseer gatos, Balthus los pintaba, dando a luz a cuadros como El rey de los gatos (1935) o Desnudo con gato (1949). Y lo mismo hacía con los objetos, perpetrando obras tan iconoclastas como el Bodegón de 1937, donde muestra panes apuñalados y botellas rotas a martillazos.
Precisamente por su interés en profundizar, Balthus se tomaba su tiempo. Creía a ciencia cierta que “hay que volver a la lentitud de Giotto, a la exactitud de Masaccio, a la precisión de Poussin”. Por eso vivía como un monje y rezaba antes de pintar: porque envidiaba la maestría de los artista medievales y pretendía seguir su atemporal método de trabajo, algo que lo convirtió en “un hombre que se eterniza ante el lienzo”, que diría Artaud. Asimismo, fue Balthus el primer artista posmoderno, que mezclaba referentes clásicos y populares, sueño y vigilia, inocencia y perversidad. Todo ello, dentro de lo que él llamaba “tiempo surreal”.
Pero su ruptura con el tempo convencional, hizo que Balthus no fuera un pintor demasiado prolífico: vivió 92 años y terminó unos 220 cuadros. 47 de ellos forman parte de la exposición que podemos ver en el museo Thyssen hasta el 26 de mayo. La obra de Balthus no se exhibía en España desde la muestra del Reina Sofía de 1996, y vuelve ahora en una gran retrospectiva cronológica, comisariada por Raphaël Bouvier, Michiko Kono y Juan Ángel López Manzanares.
Allí contemplaremos maravillas como La toilette de Cathy (1933), La partida de naipes (1950) o la polémica Théresè soñando (1938), si bien brillará por su ausencia La lección de guitarra, quizá para no herir susceptibilidades. En cualquier caso, de momento nadie ha puesto el grito en el cielo, y el Thyssen se ha negado en redondo a colocar un cartel de advertencia en la puerta, estimando que no es serio juzgar obras pintadas hace décadas según los parámetros morales de nuestros días, y que “los museos deben abrir cauces de debate, pero nunca prohibir”.