Un cementerio para morirse de risa
En un camposanto de esta localidad salmantina no se entierran cadáveres, sino que el arte halla su último descanso
Morille
Morille (Salamanca). 254 habitantes en invierno. Unos 700 en verano. En el Campo Charro, a 20 kilómetros de la capital salmantina.
Con la misma actitud con la que se llama T4 a una parada de autobús sin autobuses, Domingo Sánchez Blanco y Javier Utray (este último, ya fallecido) decidieron dinamitar uno de los asertos más famosos del filósofo Theodor Adorno: "Los museos son los sepulcros familiares de las obras de arte". ¿Cómo se hace explotar una cita filosófica? Tomándola en su literalidad. "Si los museos son mausoleos, dijimos: hagamos un mausoleo, llevemos esa idea al límite", explica Sánchez Blanco mientras abarca con los brazos la materialización de su proyecto-travesura-ópera total: el Cementerio de Arte. Una parcela de 70 hectáreas en las afueras de Morille donde no se entierran cadáveres (aunque hay algunas cenizas de difuntos), sino obras, objetos, papeles, instrumentos musicales y hasta suspiros. Es un museo donde no se ven las obras porque están enterradas, cada una con su tumba y su lápida con el epitafio correspondiente.
Todo empezó en París, en agosto de 2001, tras la muerte del filósofo y artista francés Pierre Klossowski, pero tengo que advertir al lector de que la historia está llena de rumores y leyendas fabuladas por los protagonistas, hasta el punto de que es muy difícil distinguir lo cierto de lo ficticio. El propio narrador, Domingo Sánchez, me invita a inventarme algo: "Haz crecer la leyenda, aporta algo propio cuando la escribas". No lo haré, transmitiré lo que me han dicho y he leído, pero aviso de que no respondo de los escollos y contradicciones, y para curarme en salud, entrecomillaré y pondré el relato en boca de Sánchez Blanco:
"Había que hacer algo con las cenizas de Klossowski, y me fui a Londres a hablar con Nick Cave, para que cantase mientras yo bailaba con la viuda, una performance. Yo no sabía inglés y no sé qué le explicaron, pero Nick Cave no entendió nada. Mientras tanto, me encontré con Manolo (Manuel Ambrosio Sánchez, alcalde de Morille), a quien conocía de Salamanca de toda la vida, y me dijo que quería hacer cosas en el pueblo, y Javier Utray y yo comprendimos que habíamos encontrado el destino para las cenizas de Klossowski. Mira, Manolo, le dije, quiero montar un cementerio de arte en tu pueblo".
"Todo tiene un sentido poético, son microperformances. El visitante tiene que averiguar las historias que hay en cada tumba, no entiende al principio nada y es el propio paseo lo que da significado al museo", explica Sánchez Blanco, que se define antes como sepulturero que como artista, y para quien el humor es siempre lo más importante: "Un cementerio es para morirte de risa". En agosto, además, se convierte en un paraje muy popular donde los vecinos y los veraneantes pasean al atardecer.
Morille entero se ha contagiado de este espíritu. O tal vez ese espíritu encaja muy bien en un sitio con la sorna típica morillense. Otra explicación es la buena sintonía que encuentran con el alcalde quienes llegan a él con cualquier iniciativa cultural. Manuel Ambrosio Sánchez (PSOE) lleva 14 años al frente de la pequeña corporación. Como tantos otros, se considera un expulsado de la urbe. Profesor de literatura del siglo XVIII en la Universidad de Salamanca, en el Campo Charro encontró el sentido que se le escapaba en la vida urbana, pero no se instaló solo en Morille: se trajo todo su mundo artístico y literario. Como Sánchez Blanco, Ambrosio procede de la movida salmantina de los años ochenta, y ningún disparate artístico le es ajeno.
Abruma tanta actividad en un pueblo que apenas se ve desde la carretera, tumbado sobre el Campo Charro, tan lejos de las capitales del arte, allí donde menos se espera que la cultura contemporánea viva. O que se muera de risa.
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